Me estoy haciendo mayor y creo que ha llegado el momento de tener
una conversación profunda contigo. La verdad es que hemos tenido
muchas conversaciones a lo largo de los años, especialmente a partir de mi
adolescencia, cuando empecé a observar a mi alrededor y realmente entré
en el mundo, porque hasta entonces me había mantenido encerrado en esa
casa, que es también esta casa, aunque hayan cambiado sus paredes que
antes eran muros robustos y me servían de refugio, al igual que tu placenta me
sirvió de refugio cuando me estabas concibiendo. De aquellos años apenas
recuerdo nada, seguramente porque aún no conversábamos, ya que la casa
era como un monasterio donde vivíamos enclaustrados como monjas.
De hecho, la casa tenía un pozo que nos suministraba agua,
un horno que cocía el pan que tú amasabas sobre la misma mesa donde ahora escribo,
el suelo siempre limpio y fresco como el de una iglesia
y el huerto claro del corral en donde aprendí a cultivar ajos y cebollinos.
En verano salíamos al campo juntos a lomos del burro capón, yo en la
grupa abrazado a tu cintura, detrás del tío Botín que montaba su mulo y
asomaba sus pies tras los cubujones del serón, porque era un hombre enjuto
y alto como un quijote. Íbamos a la Tejita a recoger las almendras en agosto
y en septiembre a cortar la uva a la Vera. Recuerdo que allí, en la Vera, en
una ocasión me picó una avispa en un dedo y aunque me pusiste un
emplasto de barro hecho con tu propia saliva, se me hinchó todo el brazo
hasta el codo. Muchos años después, tras sucesivas picaduras, he
comprobado mis pobres defensas ante el veneno de las avispas. Pero, sin
duda, el recuerdo más grato que guardo de aquellas mañanas de vendimia,
fue la visión del océano, de aquel inmenso manto de agua azulada que se
presentaba ante mis ojos cuando, a través de vericuetos entre matorrales, me
llevaste de la mano hasta la barriada de pescadores para comprarme una
tónica en la taberna porque me había dado un cólico después de tomar el bocadillo a mitad de la mañana.
El impacto de aquel inmenso cielo de agua que dejaba pequeño el
auténtico cielo ante la mirada de aquellos ojos pequeños me curó el cólico
de raíz, de forma que conseguí enfadar al tío a la vuelta a la faena, porque
rechacé la tónica al primer trago. Y si él murmuraba por la pérdida de
tiempo de su sobrina en el viaje inútil, yo bendije al cólico gracias al cual,
por vez primera, pude sentir lo que muchos años después aprendí que era el
verdadero valor de la libertad, y a partir de ese momento ya no pude
escapar del rumor de las olas del mar, y no creo que pueda hacerlo el resto de mi vida.
POR MANOLO RAMÍREZ