El cigarrillo en la estación

El tren es el mejor medio de transporte, el más ventajoso para ti y el menos contaminante para el mundo. Te permite, por ejemplo, tareas tan esenciales cuando haces un viaje largo como miccionar o leer sin necesidad de parar el trayecto, al contrario que sucede si vas en coche, en bici o a caballo. Pero tiene un inconveniente, al menos para mí, que no se puede fumar a bordo, de tal forma que mientras distraes un rato las ganas viendo los me gusta de tu última publicación en Facebook y otro trecho leyendo el libro que te ha pasado tu hija, que como es de David Foenkinos te asegura un buen viaje por sus páginas, dibujando un paisaje limpio y agradable, llega el trágico momento del síndrome de abstinencia y te ves irremediablemente impelido a abandonar tu asiento junto a aquella joven a quien tuviste que subir la pesada maleta a la balda que en los trenes está solo al alcance de una jugadora de baloncesto. Una vez que alcanzas el vestíbulo y te sitúas estratégicamente junto a la puerta de salida, el cuerpo te envía una clara señal de agradecimiento en forma de sonrisa, que el cristal te devuelve en espejo. Pero el éxito es efímero, porque a medida que la velocidad del tren va aminorando aumentan tus ganas de salir, de manera que la llegada a la estación se hace interminable.

(Aquí me gustaría hacer un inciso para ilustrar algo que todos sabemos: la forma caprichosa con que nuestra psicología mide el reloj del tiempo. Mi hija me lo expuso ayer con un buen ejemplo de su cosecha:

–A veces llego a la parada de bus y además de las caras de impaciencia de los
que esperan veo en el panel que faltan 22 minutos para el 22 Moncloa. Entonces echo a andar por la avenida, porque el aire viene de frente y me gusta su caricia y cómo me arremolina el cabello. Y al tomar mi bus en la parada siguiente están los viajeros de la parada anterior, a quienes ahora se les cambió la impaciencia por mi misma sonrisa.)

Son tantas las ganas de fumar que pongo mi frente sobre la puerta de cristal, aunque más parece blindada que frágil. Como está fresca del aire de la mañana consigue calmar mi mente agitada de fumador. Y a poco llega por fin el premio: el tren se detiene y mientras enciendo el regalo, tanto rato esperado, con su primera bocanada recibo una doble satisfacción, porque son muchos los viajeros que se apean aquí y podré disfrutarlo a gusto mientras tanto.

Sea por el chute de placer de nicotina, sea por el impacto de unos días en la gran ciudad en un aldeano como yo, al tiempo de subir para reanudar el trayecto me voy hacia el lado contrario y comienzo a dudar de todo: “Aquí no está mi asiento 144… Me he subido por otra puerta… Peor aún, he tomado el otro tren…”.

En medio de la confusión, me cruzo con un amable azafato que me devuelve a la realidad: “Sí, este es su tren y su asiento está en aquella dirección, buen viaje, señor”.

Manolo Ramírez

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