Acercarse a María Rosa García Fernández, es conectar de nuevo con la dulzura de su madre, Florencia Fernández Toresano, y con el sentido ético y filántropo de su padre D. Florencio García Millán. Ella, es una lepera por los cuatro costados, culta, inquieta y precursora. En unos tiempos donde muy pocas mujeres de Lepe estudiaban magisterio y menos aún se licenciaban, ella estudió Arquitectura en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Sevilla. Pasó a Madrid, donde estuvo becada en la Dirección General de Arquitectura del MOPU. A partir de 1980 ha vivido en Sevilla, siendo la primera mujer arquitecta en el Ayuntamiento de Sevilla, prestando sus servicios en el propio Ayuntamiento y en la Gerencia Municipal de Urbanismo. Pero, desgranemos la granada, granito a granito.
Por mi madre, y por las personas de su generación, sé que usted, desde pequeña se involucró en las actividades culturales de su pueblo. Era seleccionada para actuar en los espectáculos de cierre de final de curso y contaba con un público entregado.
¿Quién es María Rosa García?
Soy lepera, aunque mi madre me tuviera en Huelva (1952). He vivido en la calle Caños, hoy, Mayor, 55.
Me considero una privilegiada, porque desde que nací me he sentido muy querida por mi familia, por mis vecinos, por mis amigas, por mucha gente de mi pueblo.
Mis padres, Florencio y Florencia, ambos de Lepe, han sido maravillosas personas y padres, siempre volcados en sus hijos. De ellos he recibido no sólo la vida y su cuidado, sino todo lo que necesita una persona para recorrer su camino con un norte y con fuerza. Han sido mi ejemplo de amor, religiosidad, valores, educación, cultura, generosidad, servicio, respeto. Doy gracias a Dios por haberlos tenido hasta ser nonagenarios.
El otro pilar fundamental de mi vida ha sido mi marido, Segundo Lería Mackay. El hijo mayor de don Segundo, que fue registrador de la propiedad de Ayamonte y veraneante de La Antilla. En la playa nos conocimos y formamos una familia con tres hijos y tres nietos, que es lo mejor de mi vida. Segundo era psicólogo humanista, una persona vital y extraordinaria, amante de todo lo de Lepe, un maestro para mí en el arte de vivir.
Digo que “era” porque pasó a la paz eterna hace ya más de 17 años. Fue un golpe durísimo, aunque sigue con todos nosotros.
Mi faceta profesional ha sido muy importante para mi realización personal. Como arquitecto funcionario de una ciudad como Sevilla, ha consistido en un servicio continuo a los ciudadanos; una experiencia muy variada y enriquecedora, en sus cometidos y en el contacto con personas de todo tipo.
Si no le incomodo, le pregunto algo aún más personal, ¿Cómo es María Rosa?
Soy la misma niña que crecí en Lepe, con fuerza, con fe y con ilusión. Siempre he buscado la excelencia, he procurado hacer las cosas lo mejor posible, he luchado muy duro para conseguir mis metas. Me gustan los proyectos y me gustan también los cambios requeridos por cada día, por las circunstancias de cada momento. La improvisación me estimula, lo mismo que los obstáculos y los retos.
He aprovechado y disfrutado las oportunidades que la vida me ha ido ofreciendo, desde lo más pequeño y cotidiano hasta lo más grande y extraordinario. Me gustan las personas y me gusta la soledad y la meditación. He ido aprendiendo de todo y de todos, sobre todo a aceptar la voluntad de Dios. Me siento muy agradecida.
¿Cómo era el Lepe de su infancia?
Yo viví el Lepe de los años cincuenta, aún en la posguerra. Pertenecía a una familia sencilla y acomodada, que vivía con austeridad. Eran unos tiempos en que se reutilizaba la ropa y casi todo. Un trozo de pan que sobrara en la panera, se hacía picatostes, pan rallado o se ponía en el poyo de una ventana de la calle para que lo aprovechara un necesitado.
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Con mis padres en el Casino,
1954

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Me han contado los primeros recuerdos que tengo de mi infancia. Son de cuando tenía un año y me sacaban de paseo a la plaza o a casa de algunos de mis tíos o de mi bisabuela Isabel y la gente preguntaba: ¿ésta es la niña que habla tanto? Le añadí un mote a los de confianza y les llamaba: “Paca Palaca”; “Roque Toque”, “Concha Coloncha”…
Cuando tenía 20 meses, me llevaron a felicitar a mi tío Antonio Redondo, el médico, que me quería muchísimo y celebraba su onomástica con un grupo de amigos en el patio de su casa de la calle de la Plaza. Me cogió en brazos, me dio muchos besos y, queriendo lucirme, me dijo: A ver, María Rosa, ¿quién soy yo? Tito Tonio, respondí enseguida. ¿Y éste quién es? Le dije: Fredo (Alfredo Cabet). ¿Y ése quién es? Cura Rayá (el párroco don José Arrayás).
Seguí identificando por sus nombres a todos los reunidos sin dudar. Mira, hija, ¿y ese de allí (señaló al farmacéutico don Juan Gómez)? Me quedé pensativa un momento y contesté: un home. Por último, dijo: a ver, mi niña, ¿y aquel quién es? Yo lo miré, no lo conocía, y me quedé, por un momento, callada. Seguía mirándolo con carita impresionada y, por fin, contesté: home feo. Todos soltaron la carcajada, porque había dicho la verdad. Don Ramiro era el hombre más feo de Lepe, muy flaco y lleno de manchas. Los presentes contaron la anécdota en el pueblo y don Ramiro el primero.
A los cinco años, doña Rosarito me llevó a la Escuela de la calle Iglesia, a la que mucho antes fueron mi madre y mi abuela, con las bancas de madera y los manchones de tinta china.
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En la escuela,
1958
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Tomábamos la leche en polvo, el queso y el chocolate enviados por los americanos. Teníamos el recreo en el espacio de trasiego delante del mercado, donde oíamos cantar los romances de sucesos truculentos del mendigo ambulante y los pregones de la Ranca. Jugábamos al piso, al corro, a la comba, al esconder entre los puestos, y, en los escalones bajo el campanario, jugábamos a los cromos, a los lápices y a los botones. También entrábamos a ver a la Virgen de la Bella.
Participé, casi siempre como figura principal en los ballets, coros y representaciones de final de curso en el Teatro, organizados por las maestras, que también nos llevaban a misa los domingos y nos prepararon de la Primera Comunión. Las maestras que me han dejado más huella han sido doña Dolores Lineros y doña Concha Álvarez, que, además, de haberme dado alguna que otra lección de vida, me preparó de Ingreso para examinarme en el Instituto de Huelva. Este último curso en Lepe, con nueve años, estrené el colegio Alonso Barba. Ya mi padre me había hablado de este ilustre lepero.
Yo llegaba a casa y, sin que nadie me lo dijera, lo primero era hacer los deberes y dejar ordenada mi cartera. Fui una alumna aplicada. Nos encantaba que mi padre nos leyera todas las noches cuentos, historias, novelas y entretenimientos didácticos. Le pedíamos: “papá, más, un poquito más”. A veces nos ponía cine de dibujos animados. Mi madre era la transmisora de anécdotas e historias familiares y del pueblo, antiguas y actuales. Nos cautivaba con su espontaneidad y amenidad. También me ayudaba con mi colección de sellos, que yo pedía en los almacenes de higos y almendras de mi abuelo Eladio, de tíos y de conocidos. Nos ponía el Nacimiento con las figuritas de cuando ella era pequeña y la Cruz de mayo en el patio. Hacía primorosas labores.
También hacía conservas de tomates, mermeladas, dulce de membrillo, perrunillas de almendra, rosquitos de vino y los dulces propios de cada fiesta, a veces en el horno del corral. Me volvía loca con el dulce de calabaza y el de cidra. Mi madre le ponía a todo mucho amor y mucho arte.
¡Cuántos recuerdos! Por la mañana, pasaba el aguador y el cabrero, venía Luciana la costurera y Roque con el mulo a traer los frutos del campo, que Paca, nuestra tata, convertía en exquisitas comidas. La más rica era la puchera lepera de guisantes y habas, con su pringá. Mi madre regalaba dulces, verduras y frutas a las vecinas y familiares.
Después de los deberes, jugaba con las amigas, no sólo a las casitas y a las tiendas, o en la calle, sino que a veces, organizaba en mi corral representaciones de teatro de los cuentos de Ferrándiz o deslizaba manualmente por detrás del ventanuco del gallinero, un rollo de papel contando una historia, representada con collage sobre cuartillas que cogía en el bufete de mi padre. Las amigas y chiquillos de la vecindad lo veían en sillas, como si fuera una película.
Todos los años, participaba en la cuestación del Domund, vestida de india o de china. Me afanaba por recaudar más que nadie y lo conseguía, recorriendo calles y casas.
Disfruté de mi pueblo como todas las niñas de mi generación. El pueblo aún no había crecido. Recuerdo sus calles uniformes con fachadas planas encaladas. Las casas eran muy sencillas, con sus puertas abiertas y tenían corrales y animales. Nos dejaban ir a casa de las amigas y a jugar a la Plaza y por las calles, que estaban sin pavimentar, salvo la Plaza y el Paseo. Por ellas sólo transitaban los carros, las bestias y el coche de Arcadio.
Los recuerdos de mi infancia en Lepe me han acompañado siempre.
¿Cuándo decide estudiar arquitectura?
En mi casa siempre se dio por hecho que seríamos universitarios. Siendo yo pequeña, oí a mi madre contar que una amiga suya de las Teresianas se quedó viuda con cuatro hijos y que gracias a que era enfermera, pudo sacarlos adelante. Esto se me quedó grabado. Tuve claro que haría una carrera.
Primero quise ser enfermera para ayudar a mi tío Antonio. Después, cuando tenía unos seis o siete años, venía a casa, por vacaciones, un primo de mi madre que estudiaba arquitectura en Madrid. Me gustaban los dibujos y planos que enseñaba y quise ser arquitecto.
Una mujer lepera en el Ayuntamiento de Sevilla. ¿Puede contarnos su periplo hasta opositar al cargo de arquitecta municipal?
Los 14 años de estudio en internados y en colegios mayores fueron felices, muy intensos, una carrera de fondo para mi formación: amigos, profesores, algunos magníficos maestros, y mucho, mucho estudio. Siempre me ha gustado estudiar, investigar. El proyecto fin de carrera lo hice sobre la península de Nueva Umbría, de Lepe.
Después de trasladarme de Madrid a Sevilla con mis niños pequeñitos, de uno, dos y tres años, el colegio de Arquitectos anunció la convocatoria del Ayuntamiento de unas pruebas para la plaza de arquitecto o ingeniero director de Pavimentos que había dejado vacante, por jubilación, el arquitecto don Jesús Gómez Millán. Pensé que era lo que me convenía para poder atender a mi familia y puse todo mi empeño para conseguirlo. Nos presentamos 32 a dos exámenes y una entrevista. Me contrataron a mí. Cuando convocaron la oposición, la aprobé con el número uno. Todo esto me supuso un gran sacrificio, pero las oposiciones son así, o vas a por todas y entras en la plaza o te quedas sin nada.
En el Ayuntamiento y en la Gerencia de Urbanismo de Sevilla he dirigido distintas oficinas técnicas y servicios: Vías y Pavimentos, Licencias y Disciplina Urbanística, Mobiliario Urbano y Ocupación del Espacio Público, Supervisión de Proyectos y Medios Técnicos – Cartografía digital. Te haces una “todo terreno” en resolver asuntos variopintos y complejos. La experiencia ha merecido la pena.
Mi cometido más interesante transcurrió entre 1989 y 1993, dirigiendo el Servicio de Proyectos y Obras de la Comisaría de Sevilla para la EXPO´92. Verás, un día me llamó mi delegado Isidoro Beneroso para un almuerzo de trabajo. El Alcalde Manuel del Valle y él habían decidido que yo era la funcionaria que iba a trabajar con Jesús Aguirre, Duque consorte de Alba, que acababa de ser nombrado Comisario de Sevilla para dicho evento. Me presentaron al Duque, nos pusieron el despacho en el Alcázar. Durante varios meses compartí mesa con Jesús, el hombre más insólito y singular que he conocido en mi vida.
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Inauguración monumento Alonso Barba, con Segundo,
8 de diciembrede1994

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Más tarde se configuró el equipo de la Comisaría con un director, José Villa, y yo me dediqué al control de la rehabilitación de los edificios sedes del Pabellón de Sevilla y su adaptación a espacios expositivos, así como a monumentos en el espacio urbano. ¡Un trabajo intenso y apasionante! Se sucedieron los acuerdos con otras administraciones y entidades patrocinadoras, proyectos y obras, viajes al extranjero para gestionar los contenidos, contacto con artistas, muchos apuros para que todo estuviera terminado en plazo y, al final, las inauguraciones.
Recuerdo que cuando nos reunimos Jesús Aguirre y yo con el entonces consejero de Cultura de la Junta, Javier Torres Vela, y con el director General, José Girao, más tarde director del museo Reina Sofía y ministro de Cultura, para el patrocinio de la rehabilitación de Santa Inés como parte del pabellón de Sevilla, Jesús me presentó como “María Rosa, la arquitecto que trabaja conmigo, de Lepe”. Noté en Pepe una mueca especial. Al despedirnos, me dijo: “encantado María Rosa, has dejado alto el pabellón de tu pueblo”. Me despedí cortésmente, a pesar de no agradarme su halago.
Jesús Aguirre fue cesado por Rojas-Marcos cuando el PA ganó las elecciones municipales, por lo que no pudo figurar en las inauguraciones. Cayetana de Alba, ante el disgusto de su marido, nos invitó a dos compañeros y a mí a merendar a las Dueñas. Intentó que convenciéramos al Alcalde de que su marido siguiera, o que nosotros dimitiéramos, haciendo causa con él. No llegó a entender nuestro carácter de funcionario, ajeno a la política, y quedó algo decepcionada. De mis contactos con ella, puedo decir que era una gran señora, cercana, espontánea y libre.
Fue muy interesante la relación profesional y amistosa con artistas. Cito los que recuerdo con más cariño: los arquitectos Fernando Villanueva, Herrero y Elordi; la galerista Juana de Aizpuru; María Corral, directora de la Fundación Caixa y, luego, del museo Reina Sofía; los pintores Juan Suárez, Gerardo Delgado; los escultores Miguel García, Julio López Hernández (monumento a Antonio Machado), la italiana Federica Marangoni (fuente de vidrio La trampa de la memoria) y, especialmente recuerdo a Eduardo Chillida (monumento a La Tolerancia). Estuve en su casa en San Sebastián, en sus talleres, me enseñó el Peine de los vientos y su caserío de Zabalaga, que hoy es el museo al aire libre Chillida Leku. Él y Pilar Belzunce, su mujer, me pidieron que les enseñara la EXPO de forma particular y así lo hice con mucho gusto.
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Viaje a Ecuador Escuela de Arquitectu ra, 1972.
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Ese afán cultural, esa necesidad de saber y de rescatar del olvido la intrahistoria de nuestro pueblo, ¿dónde nace?
De mis padres. Los dos eran cultos y buenos lectores. A mi padre le entusiasmaba la Historia. En otras circunstancias, hubiera sido profesor de Historia, según decía. Tenía muchos libros de muy distintos autores y su visión era objetiva. Esto se puede ver en los dos libros que escribió, sus Mamorias y la historia de España que él conoció, con las vivencias de su querido Lepe. Como antes dije, mi madre era una amena narradora de anécdotas de personajes y de historias locales, con su habla y su gracejo lepero. Era una experta en parentescos entre las familias leperas. Ellos me transmitieron el gusanillo investigador. Con mi jubilación en 2022 he comenzado a disfrutar de más tiempo para mis proyectos.
Si hay alguien en Lepe que ha luchado por darle la altura como científico y metalúrgico a Álvaro Alonso Barba, esa ha sido usted. ¿Por qué?
Quizás sea así, pero el impulsor fue mi padre. Él quería hacer algo para que Alonso Barba fuera más conocido por la gente de su pueblo, donando un sencillo monumento y colaboré con su iniciativa. Me documenté con diversas fuentes, con su tratado de los metales, incluso investigando en el Archivo de Indias. Me apasionó nuestro ilustre paisano, de forma que hice los esquemas del monumento inspirado en los dibujos de los hornos del Arte de los Metales y un presupuesto que fue presentado al Ayuntamiento.
El 8 de diciembre de 1994 se inauguró el monumento con un programa de actos culturales: una exposición en la Casa de la Cultura para dar a conocer su vida y su obra y un concierto de la Coral Polifónica de Huelva en la Parroquia. Mi dedicación fue tal que mis hijos vivieron, con ironía de adolescentes, mis continuos relatos sobre Alonso Barba y la familia cercana bromeaba, llamándole a Segundo “cuñado de Alonso Barba”.
¿Puede hablarnos de los dos libros que le ha dedicado a este insigne investigador?
Después de la inauguración, nos planteamos, ¿por qué no publicar las ilustraciones y textos de la exposición para darle mayor difusión? Su puesta en marcha me llevó a seguir escudriñando y completar su contenido. Nuevamente, en 1997, mi padre financió la edición del libro Encuentro con ÁLVARO ALONSO BARBA (1569-1662). Ilustre metalúrgico “de la villa de LEPE, en la ANDALUCÍA”.
Al mismo tiempo, mis antiguos superiores y amigos, Isidoro Beneroso de El Monte, Manuel del Valle y José Villa de la Fundación El Monte completaron el proyecto cultural de Alonso Barba, editando un facsímil del ARTE DE LOS METALES en que se enseña el verdadero beneficio de los de oro, y plata por açogue, el modo de fundirlos todos, y como se han de refinar, y apartar unos de otros.
Creo que incluso es usted la artífice de que en la Isla de la Cartuja de Sevilla, haya una calle que lleva el nombre de Alonso Barba. ¿Nos puede contar el proceso hasta conseguirlo?
Me di cuenta de que Sevilla había sido una ciudad importante en la vida del famoso metalúrgico: sus estudios, su embarque para las Indias, sus últimos años de vida, su fallecimiento y enterramiento, y, sin embargo, no le tenían dedicada ninguna calle. Encontré un lugar idóneo sin nominar en la isla de la Cartuja, cuyas calles están dedicadas a científicos, a sabios y a personajes relacionados con América. Como una ciudadana más, lo solicité al Ayuntamiento, acompañando una reseña de Alonso Barba y una justificación de su idoneidad y fue aprobada por el Ayuntamiento Pleno del 26 de octubre de 2000. Es la avenida que va desde el teatro Central hasta el acceso del parque de El Alamillo, próxima al Guadalquivir.
Aunque usted hace muchos años que no vive en Lepe, nunca ha perdido sus raíces ni su sentir leperos. ¿Qué significa para usted ser lepera?
Yo tengo mi corazón en Lepe. Es el lugar de mi familia, donde me crie, donde han vivido mis padres, de donde tengo recuerdos que han quedado aquí para siempre. Quien conserva sus raíces se mantiene soportado y seguro para toda la vida. Yo siento así a mi pueblo y este sentimiento se lo transmití a mi marido y a mis hijos, por lo que mis hijos, que han estado mucho con sus abuelos, dicen que su pueblo es Lepe. Tanto es así, que mi hijo Enrique tiene una gatita que se llama Lepe.
Y la Virgen Bella, ¿Qué supone para usted?
La llevo muy dentro. Puedo decirte que siempre va conmigo y desde mi mesilla de noche vela por mis sueños.
Una mujer tan comprometida con su trabajo, ¿cómo lo ha hecho para compaginarlo con su papel de madre y esposa?
Lo hecho siendo, como me dice mi familia, “una malabarista del tiempo”, y entregándome al 100 % a todo lo que ha sido importante para mí. He tenido muchas ocupaciones, por lo que he tenido que priorizar. Segundo me ayudaba mucho, compartiendo las tareas domésticas y siendo un verdadero compañero de vida. Cuando él falleció, hice de padre y de madre.
¿Qué le aconsejaría usted a las jóvenes de hoy de su pueblo?
En general, que estén abiertos a aprender, en sentido amplio, que aprovechen las oportunidades que les ofrezca la vida y que forjen criterios propios. Que valoren el legado de su familia, de su pueblo y que aporten lo que puedan a la comunidad.
Dígame, por favor, un deseo no cumplido que le gustaría realizar en su pueblo.
Hace dos años estuve investigando sobre el primer asentamiento de la Antilla en base a cartografías históricas de nuestra costa y con la ayuda de mis hijos elaboré una ilustración para un mural de azulejo. Lo ofrecí al Ayuntamiento y se puede visitar en la c/ Céfiro 10, cerca al mar. Tengo el proyecto de continuar el estudio de la evolución histórica de la playa. Me gustaría sacar tiempo para ultimarlo y darlo a conocer, porque La Antilla guarda relatos e historias curiosas y emocionantes.
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Con el pintor Luis Gordillo
Sevilla, 14 de febrero de 2025
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Muchas gracias por su tiempo, por su dedicación, por sus palabras. Tuve la enorme fortuna de ser muy querida por sus padres. Muchas tardes de mi juventud las pasé charlando con ellos en su casa familiar de la calle Caños. Es usted una fiel heredera de los genes que le preceden. SU amabilidad, su saber estar, su charla pausada y profunda, su mirada intensa, su cultura, su memoria y ese amor profundo por todos los devenires de su pueblo, tienen nombres y apellidos, los de sus entrañables padres. Gracias por dejarnos conocerla un poco más profundamente y por permitir que la saquemos de ese anonimato y sencillez que la definen. Gracias, de lepera a lepera.
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Isabel M. González Muñoz
Mujeres Leperas
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