El alma humilde del flamenco en Lepe
En la humildad de José María de Lepe late la esencia del verdadero artista: aquel que no se engrandece con los aplausos, sino con la misión de compartir su arte.
Hijo de una herencia flamenca que corre por sus venas como un capricho del destino, su pasión por la música es un tributo al legado de su familia y a la tierra que lo vio nacer. De su primera guitarra improvisada con una lata de dulce de membrillo hasta compartir escenarios con los grandes, su vida es un viaje marcado por la entrega y el respeto al flamenco.
En esta entrevista, José María nos habla de su trayectoria, de la importancia de la transmisión del conocimiento y de su visión sobre la evolución del arte que lleva en el alma.
José María, ¿recuerdas la primera vez que tocaste una guitarra? ¿Qué sentiste en ese momento?
La primera guitarra que tuve fue una lata de dulce de membrillo que me hice yo mismo. Mi tío tenía una tienda y había unas latas de dulce de membrillo de cinco kilos. Le puse una tabla de una panadería que había allí e hice mi guitarra, aunque aquello no sonaba, ¿cómo iba a sonar? Más tarde, mi hermano Juan encargó una guitarra en Valencia. Todos los días íbamos a la estación a esperar el tren hasta que llegó. Fue una gran fiesta. En mi casa nunca había habido instrumentos, pero la música nos llamaba la atención, sobre todo a mi hermano Juan y a mí. Cada vez que escuchábamos flamenco en la radio, era como si el tiempo se detuviera.
Creciste en un ambiente familiar donde la música estaba muy presente. ¿Cómo influyó tu familia en tu amor por el flamenco?
Fue algo muy positivo. Mi padre y mi abuela cantaban muy bien. Eran de «Los Moranos». El padre de Paco Toronjo era familia de mi abuela, así que también de mi madre y nuestra. En mi familia algunos cantaban y otros no. Eso caía en cada uno como un capricho genético. Mi madre y mi abuela cantaban muy bien, pero mis tías no. En mi casa fue relativamente fácil amar el flamenco porque ya venía de dentro. Estaba en nuestra sangre.
¿Cómo fue tu relación con Paco Toronjo y qué aprendiste durante los 16 años que lo acompañaste?
Aprendí muchísimo. Paco era una persona muy sabia. Sabía aplicar conceptos de la vida con inteligencia. En el flamenco también era excepcional. Cantaba fandangos con una entrega impresionante. Nadie aguantaba tanto tiempo cantándolos como él, el fandango es un palo difícil, pero Paco lo hacía suyo. Tenía una genialidad única. Muchos cantaores actuales pueden cantar mejor técnicamente, pero Paco tenía algo especial, un carisma que atrapaba al público. Vivía exclusivamente del flamenco, y del fandango, y para eso hace falta ser un genio, como lo era Paco.

¿Tienes alguna anécdota con él que puedas compartir?
Muchas. Una vez, viajábamos en avión de Barcelona a Sevilla tras una actuación. Paco, que ya venía alegre, y dice “azafato, tres whiskies para tres tontos”. En el asiento de delante de Paco iban unos ingleses o alemanes, no sé, y Paco, como hablaba con mucho ímpetu, le movía el asiento al de delante, hasta que el hombre se dio la vuelta y le llamó la atención, en su idioma. Paco, sin pensárselo, se levantó y cantó un fandango a pleno pulmón en medio del avión que decía: “Más de cuatrocientos carvos, se fueron un día a confesá y el cura se vino a razones y dijo: Dios mío ¿esto es un altar, o es un montón de melones”. Los tíos estos eran calvos y la gente empezó a aplaudir y a reírse, menos los tres ingleses que no entendían qué estaba pasando. Fue un momento inolvidable.
¿Cómo ves la evolución del flamenco desde que comenzaste hasta hoy?
Yo me considero muy vanguardista. Creo que hay que evolucionar. La música, como todo en la vida, avanza. Antes no teníamos las facilidades que hay ahora. La evolución es necesaria. El flamenco, como cualquier otro arte, debe evolucionar. Quedarse estático en el tiempo significa desaparecer. La evolución en la música, al igual que en otros ámbitos como la medicina o la tecnología, siempre busca mejorar. Hoy en día se canta y se toca mejor que antes, aunque la base sigue siendo la misma. Como dice el fandango de Paco Toronjo: “Desde niño yo aprendí el fandango de mi gente, y tanto de ello bebí que yo me fui haciendo fuente y ahora lo beben de mí”.
Además de guitarrista, eres cantaor y compositor. ¿Cómo describirías tu estilo personal dentro del flamenco?
Mi estilo es fiel a la tradición, pero con un toque personal. Intento respetar la esencia del flamenco, pero aportando mi sentimiento y vivencias. Para mí, la música es emoción y verdad. Si no transmites, no sirve de nada. Y en el flamenco, lo más importante es eso: emocionar.
En la actualidad, impartes clases de canto en Lepe. ¿Cómo surgió la idea de enseñar y qué te aporta esa faceta como maestro? ¿Cómo son las clases?
Como te he dicho, creo que la genética me regaló algo que tengo que transmitir, quedármelo para mí me parece mal. Bueno, depende de la época del año, porque hay momentos en los que hay más gente y otros en los que hay menos. Normalmente, suelo dar clases tres días a la semana. La dinámica de las clases es sencilla, pero intensa. Llega el primer grupo con energía, luego el segundo, y para el tercer o cuarto turno yo ya estoy agotado. Pero la gente viene con ganas de aprender y eso es lo importante. No soy excesivamente exigente, pero sí pido un mínimo de conocimiento o de sentido musical.
La música es una construcción basada en pilares fundamentales: el tiempo, el compás, la armonía y la afinación. Si hay tiempo y afinación, cualquier cosa suena bien. Puede que no sea perfecta, pero nadie podrá decir que está fuera de tiempo o desafinada. Es como una columna arquitectónica, puede que no sea la más bonita, pero si sostiene el peso, cumple su función.
¿Cómo explicas la afinación a alguien sin conocimientos técnicos?
Intento hacerlo de una manera intuitiva. A veces uso la guitarra, otras veces con la voz. A una persona sin oído musical le hago repetir los sonidos hasta que los interioriza. No es cuestión de decir “esto es así”, sino de que lo sientan y lo repliquen.



¿Qué consejo les das a los jóvenes que sueñan con vivir del flamenco?
Vivir del flamenco es muy duro. Hay muchísima competencia y, además de talento, hace falta un golpe de suerte, estar en el sitio adecuado en el momento justo. Pero sobre todo, hay que trabajar sin descanso.
Les diría que estudien y practiquen a diario. Por poner un ejemplo claro: imagina a un atleta que quiere batir un récord. Puede que tarde dos años en mejorar unas décimas de segundo, pero ese tiempo lo pasa entrenando al máximo, cuidando su alimentación, siguiendo una disciplina rigurosa. En la música es igual.
Paco de Lucía ensayaba diez horas diarias. Era perfeccionista hasta la obsesión. Llevaba en muchas actuaciones a Herminia, la madre de la Tana, que era una cantante de sangre, no de estudio. Un día la vi en Sevilla y me dice; “Estoy de Paco hasta el mismo… No me deja pasar ni una y ensayamos diez horas diarias. Hago un quejío y me dice, por ahí no, me tiene loca”. Y eso es lo que diferencia a los grandes de los buenos. Si quieres estar en la élite, tienes que sacrificar muchas cosas, igual que un deportista de alto rendimiento. No hay otra.
¿Se puede ser profeta en la tierra de uno?
Es difícil. Ya lo dijo Jesucristo: “Nadie es profeta en su tierra”. La gente puede reconocer tu talento, pero de ahí a que te pongan una calle o te hagan un homenaje hay un trecho. Y, al final, todo es cuestión de política.
Yo tengo la medalla de mi ciudad por mi contribución a la música, pero ni siquiera sé dónde está guardada. No me mueve el reconocimiento institucional. Lo que me importa es que la gente valore mi trabajo. Si alguien recuerda algo que le enseñé y lo transmite a otro, ya me doy por satisfecho.
¿Distingues entre el reconocimiento institucional y el del pueblo?
Sí, claro. Me importa más el reconocimiento de la gente, que me vea como uno más, que el de las instituciones. Lo digo con todo el respeto a las mismas, claro.
No creo que tenga más mérito que un trabajador que pasa ocho horas poniendo azulejos. Simplemente he tenido la suerte de entender la música y poder dedicarme a ello. Si alguien me dice que le gusta cómo toco, lo agradezco. Pero no es algo que me haga sentirme superior a nadie. Al final, la música es un legado que hay que compartir. Lo que aprendí lo enseño para que otros lo sigan transmitiendo.
Muchas gracias por tu atención. ¿Te gustaría añadir algo más?
Para mí ha sido un placer. Hacía tiempo que no nos veíamos y ha sido una conversación muy agradable. Nos movemos en mundos diferentes, pero compartimos el amor por la música. Al final, la música es eso: una conexión universal que nos une a todos.
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