Primera parte
violencia sexual adolescente
Sentía frío, mucho frío. Estaba sola. A oscuras. Todo le dolía, hasta el alma.
Haber despertado en aquel lugar desconocido la llenaba de incertidumbre. Comenzó a entrar en pánico. Quiso irse de allí aunque apenas podía ponerse en pie. Lo intentó una y otra vez hasta que sacó fuerzas de donde no sabía que tenía para poder levantarse del terreno arenoso en el que, sin saber por qué, se había despertado.
Tenía la sensación de haber sido magullada por una apisonadora en cada movimiento al levantarse. Una vez en pie, hizo un nuevo intento por recordar algo de esa noche, pero todo era en vano.
¿Qué había pasado? ¿Por qué estaba allí?
Buscó su teléfono. Seguía en el bolsillo de su abrigo. Apagado, estaba apagado. Lo intentó encender. No tenía batería.
Desesperada, así se sentía. No veía nada, pero aún así, caminó con los brazos extendidos buscando una salida. A pocos metros se topó con lo que parecía una tela y tiró de ella hacia arriba. La habían dejado bajo una pequeña carpa, en una playa completamente vacía y esplendorosa.
La tranquilizaba sentir el romper de las olas en la orilla como único sonido. Esa era su única compañía junto al brillante reflejo de la luna llena sobre el mar. Miró a todos lados y al no ver a nadie intentó correr con todas sus ganas. Huir hacia un lugar seguro, pero no podía. Su caminar era lento y doloroso. Se desplazaba arrastrando los pies mientras con una mano agarraba su abdomen, creyendo que así sentiría menos dolor.
Caminaba cautelosa, con pequeños pasos, a sabiendas de que en ese momento nada podría aliviar el intenso dolor físico que se había adueñado de su cuerpo, aunque para ella, ese dolor no se podía comparar con el que sentía en su alma. Estaba rota, ahogada en sus propias lamentaciones.
Después de unos largos minutos donde deseaba que todo fuese fruto de una pesadilla, consiguió llegar a unas escaleras y, casi a gatas, logró subirlas. Al llegar arriba, alzó la vista y divisó un grupo de chicos y chicas que, ignorantes de lo que le estaba pasando, charlaban y reían entre ellos.
—Ayuda —dijo casi sin fuerzas—. Ayuda, por favor.
De repente, un par de chicas del grupo miraron hacia la playa y la vieron. Todos corrieron en su dirección, pero ella no fue consciente de aquello. Perdió el conocimiento antes de poder darse cuenta de nada.
Al despertar, lo hizo sobre la cama de un hospital, acompañada por su madre y su hermano. Estaba aturdida, desconcertada, confusa.
—¿Qué hago aquí? —preguntó—. ¿Qué ha pasado? —volvió a preguntar.
El silencio y la tristeza se hacía notar en los rostros de sus parientes, sobre todo cuando se miraban y luchaban contra todas sus ganas por no derramar ni una lágrima más.
Su hermano, algo mayor que ella, se acercó a la cama y se sentó a su lado. La tomó de la mano y la besó en la frente.
—Saúl, ¿dime qué ha pasado?
Este miró a su madre y volvió a mirarla a ella y, cuando estaba a punto de hablar, un par de médicos junto a un par de enfermeras irrumpieron en la habitación.
—Nos gustaría que nos dejaras a solas con ella —dijo la doctora—. Debemos hacerle algunas preguntas además de algunas revisiones.
Saúl y su madre volvieron a mirarse, le dieron un beso a Susana y se marcharon al pasillo.
Después de asegurarse una de las enfermeras de que la puerta estaba cerrada, se volvió a acercar a la paciente junto con sus compañeros.
—Susana, me llamo Mara, y fui yo quien te atendió hace un par de noches cuando te trajo la ambulancia, llamada por un grupo de jóvenes que te vieron desmayada sobre unas escaleras cerca de la playa. ¿Recuerdas lo que te sucedió esa noche? Te lo pregunto porque llegaste con algunos moretones por todo el cuerpo, sangre en tu ropa y heridas vaginales.
—No, doctora, no recuerdo nada de lo que me pasó. Solo sé que me desperté, y al hacerlo intenté buscar ayuda como pude. Apenas podía tenerme en pie. Me costaba muchísimo dar un paso, pero lo hice hasta llegar a las escaleras. Recuerdo haber visto un grupo de gente de mi edad más o menos a lo lejos, así que supongo que fueron ellos los que me ayudaron.
—¿Recuerdas lo último que hiciste?
—Recuerdo que había discutido con mi madre y mi hermano porque les dije que quería ir a una fiesta a la que me habían invitado pero se negaron a dejarme ir, alegando que con quince años era muy joven y que el grupo de amigas nuevas que me había conseguido no eran de su agrado, además de que eran mayores y hacían cosas “malas”, como fumar, beber alcohol y consumir drogas, aunque a mí eso no me importaba.
Era la primera vez que tenía amigas y no las quería perder por no ir a la fiesta, por eso, después de la discusión en casa, me hice la niña buena como siempre hacía, haciéndoles creer que había entendido los motivos de la prohibición aunque para nada iba a cumplir mi promesa. Yo quería ir a la fiesta y por eso lo planeé todo. Esperé a que ellos se durmieran, y cuando lo hicieron, salí de casa con la ropa y los zapatos que me iba a poner esa noche en una bolsa. Conseguí escaparme con éxito, nunca antes había hecho ningún acto de rebeldía, por eso creo que nunca pensaron que fuese a desobedecer.
Una vez en la calle, corrí hacia la casa de Aitor, lugar donde se celebraba la fiesta y, una vez dentro, las chicas me acompañaron al baño para ayudarme a cambiarme. Me puse un vestido demasiado corto y ajustado, unos tacones altos y después de eso, Sonia y Silvia me maquillaron y me peinaron.
Al mirarme al espejo no me reconocí, parecía otra.
La cara de niña había desaparecido para dar paso a una con apariencia de mujer, y eso me gustaba. Estaba harta de ser tratada como a una niña pequeña, una a la que hacían ser obediente y sumisa. No quería ser más ella y por eso esa no che quise ser otra. Me ofrecían copas con alcohol y aunque no me gustaba beber, lo hacía. Recuerdo que fumé por primera
vez y que casi me moría. También recuerdo que mientras tosía, los demás reían y aplaudían. Después de ese mal rato, me dieron la enhorabuena y una amigable bienvenida. Me sentía eufórica, feliz y también algo mareada. Recuerdo que poco después se acercó un chico bastante guapo y unos años mayor que se hacía llamar Lalo. Me pidió que lo acompañase a tomar una copa y tras su insistencia y los ánimos de las chicas, accedí. Lo último que recuerdo de esa fiesta fue que Lalo me trajo la copa y que le di un par de sorbos mientras nos mirábamos.
—No quiero que te sientas peor, pero te seré sincera —dijo Mara
—En tu cuerpo no sólo había alcohol sino también varias sustancias tóxicas, aunque ninguna de ellas tenía la capacidad de hacer que cedas tu voluntad a los demás. Te hicimos varias pruebas físicas, entre las que están la analítica de sangre, la observación de tus magulladuras y también pruebas vaginales en las que se verifica que fuiste abusada por más de una persona. Lo que más nos ha sorprendido han sido los importantes moretones en tus muñecas y en tu cuello, como si los chicos que abusaron de ti esa noche te hubiesen sujetado con demasiada fuerza por esas zonas, e incluso creemos que intentaron acabar con tu vida con asfixia y creyeron haberlo conseguido cuando te dejaron donde lo hicieron.
Susana miró sus muñecas y rompió a llorar.
—Hay dos policías tras la puerta de tu habitación y quieren hacerte unas preguntas, pero sólo pasarán si estás lista para atenderlos.
Ella parecía ignorar las palabras de la doctora.
—¿Me has entendido, Susana? Es muy importante que declares y denuncies lo que te ha pasado, pero sólo tú puedes decidir qué hacer.
Susana se volvió a mirar las muñecas y pidió ver a los agentes. El personal médico salió para dar paso a la policía. Susana, al verlos, comenzó a hiperventilar. Estaba muy nerviosa. No sabía realmente si quería hacerlo. Los dos agentes se mantuvieron en silencio, a la espera de que se tranquilizase por sí misma y contase lo sucedido.
—Quiero que mi hermano me acompañe. Sólo hablaré si él está presente.
Uno de los agentes asintió y lo hizo pasar. Saúl se sentó a su lado y la agarró de la mano, haciéndola sentir segura. Ella lo miró, viendo en sus ojos el dolor y la decepción que su mala decisión le había causado. Tras unos segundos de silencio y dudas, miró a los agentes y contó lo mismo que le había contado a Mara. Decidió no ocultar nada a pesar de la vergüenza que sentía delante de su hermano cuando soltaba cada palabra.
—Susana, lo que te ha pasado es algo muy grave y debes denunciarlo formalmente, lo sabes, ¿verdad?
Apretó la mano de su hermano y asintió. Después de la corta entrevista, los agentes se marcharon y Susana le pidió a su hermano que hiciese pasar a su madre. Cabizbaja y casi sin poder pronunciar palabra, Susana les pidió perdón.
—Cariño, nosotros sólo queríamos protegerte. El mundo se ha vuelto loco y hostil y temíamos que la maldad de algunos humanos te dañase. Ya nada se puede hacer sino aceptar lo sucedido y aprender de ello —dijo su madre con los ojos inmersos en un llanto inconsolable y unas palabras escapadas del corazón—. Se hará justicia, te lo prometo.
—Mamá, te vuelvo a pedir que me perdones —dijo esta vez mirándola a los ojos—. No volveré a desobedecerte.
Los tres se tomaron las manos y se miraron. Tras unos segundos, Susana le pidió a su hermano si había alguien más fuera de la habitación, y al confesarle que quienes estaban eran las personas que llamaron, les pidió que los hiciese pasar.
No conocía a quienes la habían ayudado, ni siquiera los había visto nunca, pero les agradeció su ayuda.
El grupo, compuesto por cuatro chicas y tres chicos, aceptó el agradecimiento con una sonrisa.
—Hola, Susana, soy Victoria y hablo en nombre de todos cuando digo que nos alegramos de que estés bien. Ahora nos debemos ir, ya es tarde. Hasta mañana.
Susana se despidió de ellos y de su hermano, quien se marchaba a casa para poder descansar un poco. Su madre, agotada por esos días de incertidumbre y tristeza, se acostó junto a su hija y sin que se diera cuenta, se durmió.
Susana no podía hacerlo. No podía dormirse. Tenía demasiadas incógnitas en su cabeza que se multiplicaban a cada rato. Se pasó la noche en vela, pensando en lo que le había sucedido sin poder recordar nada. Sabía que quienes abusaron de ella la vieron esa noche en la fiesta y que quizá Sonia y Silvia, al igual que el resto de las chicas, lo sabían todo. Quería vengarse, su odio aumentaba cada segundo que pasaba. Quería destruirlos a todos, pero también quería asegurarse antes de quiénes eran los verdaderos responsables de su desgracia.
“La Susana” ingenua y confiada que todos conocían había muerto, ya no existía. De ella había nacido una más fuerte, más inteligente y con muchas ganas de averiguar la verdad sobre la noche en la que le arrebataron su inocencia.
Miró a su madre y después el reloj que tenía enfrente. Estaba a punto de amanecer y el mundo estaba a punto de conocer su nueva versión.
CONTINUARÁ…
Sigue la historia en la segunda parte.
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Isabel Aponte @EntreLetrasYAlgoMas
2 comentarios en “Historias para no dormir: inocencia”